Me pasaron de la camilla a la cama de las operaciones, sin estar consciente de lo que hacían los cirujanos. Lo único que logré sentir fue el pinchazo de la anestesia, lo que agradecí en el alma pues a pesar del entumecimiento que me causó en el brazo dejé de sentir el dolor de mi abdomen, aunque inmediatamente después me sumergí en la inconsciencia total.
Los cirujanos me abrieron y extirparon mi apéndice a medio reventar, limpiaron lo que había causado el edema que gracias al cielo no se regó por todo mi intestino y no fue nada grave. Claro, había un gran embrollo por limpiar y a pesar de ser una operación más o menos sencilla el hecho de que ya estuviera reventada le añadía algo riesgoso e incluso mortal al asunto.
Logré escuchar unas voces, seguramente de los cirujanos, asegurando que no hubo complicaciones y que en un par de minutos me mandarían a piso, con algo de suero y una enfermera para atenderme ahí.
¿Cuánto había durado todo aquello? A juzgar por los murmullos, dos, tres horas. O incluso más.