En cuanto caminó hacia la orilla me eché un poco hacia adelante, abrazando su cuello y acariciándolo, feliz. Feliz de tenerlo allí conmigo, feliz de poder decir que aquél caballo era mi fiel compañero y que lo sería tanto tiempo como él quisiera. Y podía decir también, con total seguridad, que era el caballo con el que había formado un vínculo tan estrecho. Sólo él. En cuanto noté sus intenciones solté una risita y me incorporé, rodeándolo con mis piernas y aferrándome con más fuerza a las crines, dejando que hiciera aquella levada sin problemas y sosteniéndome de forma firme en mi lugar. En cuanto salió al galope fui soltándome, estirando finalmente mis brazos en forma de cruz y cerrando los ojos, sintiendo aquella sensación de libertad, que estaba segura sería similar a volar.