El dinero, bendito problema. Me sorprendía que los humanos, siendo aparentemente mucho más inteligentes para ciertos asuntos, no pensaran en el daño que causaban aquellos dichosos billetes. -Al parecer, ahora el dinero dice qué tan poderoso eres, qué tan bueno, qué tan prestigioso...- puse los ojos en blanco al decir aquello, ¡qué estupidez! Nosotros éramos lo suficientemente astutos como para juzgar a los demás por sus sentimientos, no por la cantidad de dinero que tuviese guardado en el banco. Y sobre todo, éramos lo suficientemente sinceros y transparentes como para acercarnos por razones mucho más valederas que esas, y afortunadamente, no teníamos que preocuparnos porque los demás se acercasen a nosotros por interés. Al menos, no tanto como los humanos. -Oh, créeme, yo también lo odio- ésta era la primera vez que el dinero me perjudicaba directamente a mí: alejándome de mis seres queridos, de mis amigos, aquellos con los que había crecido. Por lo menos esperaba que mi venta hubiese contribuido con mi antigua familia humana, que les hubiese servido para sacar adelante al rancho y a los caballos que habían tenido la suerte de quedarse, la mayoría ya viejos o incapacitados para trabajar, aquellos a los que seguramente nadie querría. -Espero volver a verlos en algún momento- susurré, casi al aire, suspirando luego. No tenía claro si esto no fuese peor a la larga, ya que acabaría extrañando mucho más el rancho en el que había nacido. -Al menos, sé que me quisieron tanto como yo los quise a ellos- esbocé una sonrisa, convencida de que nada podía ser tan malo después de todo. El lugar lucía bastante bien y, la idea de vivir allí y conocer a nuevos equinos y ...humanos, me alegraba bastante.