Tormenta:
Seguimos a la manada salvaje hasta su territorio. El lugar era bastante oscuro y sombrío, cargado de humedad debido a los densos árboles que apenas dejaban entrar débiles y diminutos rayos de Sol por sus copas. Se podía apreciar algo de niebla. Había una gran temperatura a causa del poco aire que corría por allí. Olía a bosque; a la tierra húmeda, el verdín que cubría todas y cada una de las rocas, a las enredaderas que escalaban por los troncos de los árboles, a la madera húmeda de éstos... El lugar estaba bastante oculto en el corazón de aquel bosque. De vez en cuando se escuchaba algún que otro pájaro piar o revolotear entre las ramas, buscando sus nidos para alimentar a su familia. Suspiré. Ellos tenían suerte de seguir juntos, como una familia. Miré a todos y cada uno de aquellos sementales que nos habían raptado. En mi rostro se podía ver reflejado la ira, la tristeza, el dolor y el miedo. ¿Qué iba a ocurrir ahora? ¿Que habrá sido de Maris y los demás sementales? Volví a suspirar. Mi Maris; mi vida. Mi alma. Y aquellos desalmados sementales me lo habían arrebatado de mi lado, nuevamente. Me sentía completa a su lado. ¿Y ahora? Nada. No estaba. Pero, por suerte, el otro lado de mi alma sí seguía a mi lado; aquello por lo que también daría mi vida, aquello por lo que sabía que merecía la pena luchar. Mi hija. Ginger. La busqué con la mirada. Dos metros más atrás estaba ella, aminoré el paso, dejando que ella me alcanzase, colocándome a su lado. Le di un suave toque cariñoso con mi morro, mientras me obligaba a mí misma a esbozar una leve sonrisa. Pude ver el miedo en sus ojos. La miré con ternura y volví a darle otro toquecito con mi morro. -Todo va a salir bien, ya verás.-le aseguré, tratando de tranquilizarla. Desvié mi mirada ahora hacia el que probablemente fuese el líder de aquella manada sin corazón alguno. Clavé mi mirada cargada de odio en sus oscuros e inexpresivos ojos, a la vez que clavaba mi casco en el suelo. Bufé y traté de tranquilizarme, para no abalanzarme sobre él en aquel momento. Observé sus heridas, no eran pocas. La mayoría de los sementales estaban bastante malheridos. Esbocé una sonrisa diabólica, satisfecha por la pequeña lucha que hace algunos minutos habíamos tenido. A mí sólo me dolía un poco el cuello, debido al golpe que me dio el semental que nos quiso llevar a Ginger y a mí con las demás yeguas y que, además, había herido a Maris en una pata. Lo miré con odio. Por lo que podía ver, parecía que ese semental era el ojito derecho del líder. Probablemente sería el perrito faldero de éste, el corderito que obedecía todo lo que ordenaba su jefe. Bufé y continué paseando mi mirada por todos y cada uno de los sementales, para posteriormente observar a cada una de las yeguas. Estábamos todas las que habíamos salido en el paseo, ninguna había podido escapar. Tenía la pequeña esperanza de que Maris hubiese escuchado lo último que le dije y que se lo hubiese comunicado a los demás, para que fuesen a buscar a los humanos. Ellos parecían nuestra única esperanza. Los humanos parecían ser nuestra única salvación. Suspiré con pesadez. Continué caminando con lentitud, con la mirada clavada en el suelo pero atenta a todo lo que ocurría a mi alrededor; movía mis orejas hacia todas partes, escuchando cualquier sonido, cualquier chasquido, bufido o casco al tocar la humedecida tierra. Estaba atenta incluso a la respiración de cada uno de los seres allí presentes. Volví a mirar con seriedad al líder: Podía haber ganado la batalla, pero aún no había ganado la guerra.
Dark Night:
En cuanto Anwar ordenó que llevásemos a las yeguas capturadas a nuestro territorio, le obedecí y comencé a obligar a las que se encontraban más cercanas a mí a caminar, atento a cualquier movimiento de éstas que me indicaran algún plan que pudiesen tener entre ellas. Todo parecía tranquilo. Ellas caminaron juntas, como un rebaño; como una manada. Sí, ahora eran parte de nuestra manada. No sabía cómo iba a terminar todo esto, pero por ahora, ellas estarían con nosotros, seríamos una manada y esperaba que así lo aceptasen, aunque ellas no quisieran. Entendía que echaran de menos a aquellos sementales de cuadra que no servían para otra cosa que para saltar vallas y dar vueltas por un picadero. Bueno, en realidad no entendía por qué los echaban de menos, pero trataba de entenderlo. ¿Cómo podían estar tan ciegas y querer a aquellos sementales que obedecían a aquellos seres de dos patas a los que ellos llamaban dueños? Me daban náuseas sólo de pensarlo. Los humanos sólo sabían hacernos daño, robarnos nuestra libertad para así ellos poder domarnos y montar sobre nosotros. Bufé y negué con la cabeza. Sí, definitivamente, estaban ciegos. Nosotros éramos más fuertes que todos aquellos potros de cuadra, éramos más fuertes, valientes y luchadores. Pero, por alguna razón, ellas seguían amando a aquellos humanos y sementales. Era repugnante. Traté de dejar de pensar en ello y concentrarme en alguna otra cosa. Pronto, llegamos a nuestro territorio, mi hogar. Observé el rostro de cada una de las yeguas, manteniendo el cuello alto y recto, dejando caer mis largas crines por uno de los lados del cuello. Divisé entre algunas yeguas a la apaloosa que había capturado yo. Ahora que lo pensaba, no sabía su nombre. Entre tanto juego no me había dado cuenta de preguntárselo. Suspiré y volví a inhalar aire, llenando mis pulmones, para comenzar a trotar lentamente hacia ella. Me coloqué a su lado, mirándola con una leve sonrisita dibujada en mi rostro. -Hmm... Antes, me olvidé de preguntarte algo.-hice una leve pausa antes de seguir, asegurándome de que ella me escuchaba. -¿Cómo te llamas?-le pregunté, soltando una leve risita por lo bajo. Supuestamente, aquello debería de ser las primeras palabras que deberíamos haber cruzado, pero no había sido así, era ahora cuando me daba cuenta de que no sabía su nombre. Sonaba tan estúpido... No pude evitar reírme ante aquello. Observé a Anwar, por si ordenaba algo. Ya habíamos llegado a nuestro territorio, así que no sabía qué quería que hiciésemos ahora.